Los emplazamientos de la toma de Tanit Plana, son tan eventuales como significativos. Demasiado indefinidos para aludir a una localización topográfica concreta, no es una casualidad que ella se refiera a ellos como «fondos». A salvo del control o de una gestión demasiado severa, estos lugares pueden resultar extrañamente atractivos cuando lo que se desea es huir, recogerse, reconfortarse en las confidencias compartidas, descubrirse dentro de otro ser, perderse o rabiar contra aquello que nos antecede, contra aquello que se nos ha dejado en herencia. A un paso de pisar el mismo suelo que sostiene a los protagonistas —la medida de las reproducciones así lo explicita—, cada espectador participará a su modo y con su propio bagaje en aquello que pone en movimiento esta singular triangulación entre la autora, los retratados y esos fondos en los que se escenifica su lugar de aparición.
Por lo demás, en estos espacios donde todo adolece de cierto trastorno y la presencia de residuos constituye la puntuación habitual, las tomas han tenido lugar de mutuo acuerdo y sin más indicaciones que mirar de frente y no sonreír. Sobre sus vidas no sabremos nada excepto algo sumamente significativo: la forma con la que han elegido aparecer en este entorno que tienen echado sobre sus espaldas. Nada es banal y cada detalle cuenta: el color de su plumaje, sus tácticas de aproximación y seducción, sus titubeos. En la expresión de sus cuerpos todo irradia el potencial de su momento vital.
Pese al viejo imperativo fotográfico de no moverse, cada cual ha respirado a través de un compendio infinito de microgestos: caderas minuciosamente inclinadas, piernas que parecen enraizar, pies que apenas rozan el suelo, manos buscado asidero momentáneo… Gestos propios y gestos asombrosamente antiguos, de otras anterioridades: heredados, imitados, impostados con naturalidad o cierta rigidez, gestos por los que se han dejado poseer o en los que han sentido que podían confiar.
Lo que se ilumina en estos retratos muestra con claridad hasta qué punto estamos a merced de imágenes nunca antes percibidas; aquellas que nos han sido traspasadas, y no únicamente a través de una pantalla. «Somos los brotes de una anterioridad invisible»
1, nos recuerda Pascal Quignard en Dernier royaume. Lengua, sociedad, historia y cultura conforman una placenta-mundo que nos antecede, nos da forma, nos lega instintos, fuerzas de comprensión; imágenes por trasfusión. «Hemos vivido antes de nacer. Hemos soñado antes de ver. Hemos oído antes de estar sujetos al aire»
2. Transmitidas por contacto materno, hay imágenes que se remontan más allá de aquello que hayamos podido constatar con nuestros propios ojos: las llevamos incorporadas, fluyen al ritmo de nuestras pulsaciones y también actúan, impremeditadamente, en nuestro nombre.