«Un bandolero llamado Pere Barbeta asaltó aquí un convoy real cargado de plata destinada a los tercios de Flandes. Las huestes carlistas fusilaron a soldados isabelinos durante las guerras del siglo XIX, y al acabar la última guerra civil los estraperlistas aprovechaban la oscuridad de la noche para huir de la policía y los hostales de la Panadella para eludir la ley, aunque a veces la atraían. Era un lugar remoto y rudo. Y sus gentes, siempre alerta con los forasteros, no iban a ser menos. En la comarca se decía este refrán: «A Montmaneu si no hi teniu feina no hi aneu, que pèl, llana o borra hi deixareu” (A Montmaneu no vayáis si no tenéis trabajo, porque pelo, lana o borra dejaréis). 

Superados los días más duros de la posguerra, el lugar se abrió a otra vida, y durante muchos años coches, camiones y autocares pararon aquí para aprovisionar el vehículo o el cuerpo, mientras los campos de cereal y los rebaños convivían con hoteles, restaurantes y gasolineras. Luego, el progreso trajo una autovía que descosió el territorio, una corriente de coches impetuosa que pasaba sin detenerse hasta llegar al destino: Madrid, Zaragoza, Lleida, Barcelona o cualquier lugar intermedio. Siguieron llegando vehículos por la carretera, pero muchos menos, y el brillo de la buena fortuna se fue cubriendo de polvo, dejando un paisaje transformado, más terroso, con edificios engañosamente ordinarios y gente con la incertidumbre pintada en los rostros. 

Aquel tiempo se desvaneció como si fuera un espejismo, dejando a la vista la crudeza de la tierra y unas cicatrices que ya son parte de su historia. 

La Panadella sigue ahí, una tierra abierta a lo que venga. Y queda el nombre, conocido más allá de sus fronteras, especialmente por todo aquel que haya sido aquí forastero«.