François Mouriès expone Pueblos sin retrato en la Casa de la Imagen de Logroño

«Durante mi primera estancia en el sur de Navarra, la impaciencia por descubrir los amplios espacios de este espectacular desierto alimentó mi entusiasmo. Pero después de haber recorrido sus caminos pedregosos y contemplar los cañones tipo Arizona, noté que no me devolvía nada. Nada que pueda tener sentido sin caer en la caricatura. El viento y la luz deslumbrante hicieron que este sentimiento fuera aún más abstracto. Todo lo que sentí aquí no podía traducirse en imágenes y cualquier intento estaba condenado al fracaso.

Fue atravesando repetidas veces los pueblos periféricos, apostados como centinelas en esta árida meseta de las Bardenas, como poco a poco se fue imponiendo una visión nueva y homogénea. Un presentimiento difuso se diluía en esta urbanización modesta y repetitiva, acechando al pie de las colinas de arenisca, implicando una forma particular de pensamiento, un nuevo lenguaje por descifrar. Mis primeras imágenes revelaron de manera sorprendente lo que había sentido: un silencio habitado, una especie de exotismo de lo ordinario, un otro lugar lejano, y luego la espera. Brillaba por todas partes, en cada esquina, detrás de cada fachada, como si un acontecimiento furtivo estuviera a punto de ocurrir. Estuve al pendiente pero no pasó nada. A veces, un ladrido a lo lejos, la campana de una iglesia o la voz nasal de un transistor que se escapaba de una ventana del piso de arriba reforzaban la impresión de soledad. Me pareció que no tenía más remedio que fotografiar el momento anterior. La vida real estaba oculta para mí, sólo el escenario casi ficticio sugería una ruta aleatoria a seguir, obedecí.

A medida que las imágenes se acumulaban, los puntos de referencia se desdibujaban para dar paso a una imaginación que se había vuelto familiar. Se había iniciado un proceso sin mi conocimiento que me convertía en narrador y espectador. En cada uno de mis viajes se estableció un diálogo íntimo con sombras y contrastes, amaneceres y crepúsculos desiertos. Sin más ilusión, sin límite de tiempo ni de espacio, aparte del captado por el disparo mecánico del obturador, sólo me centré en capturar fotogramas para estos interminables retazos de historias», confiesa el artista.

«La lejanía, y su expectativa se manifestaba por todos lados, en cada esquina, detrás de cada fachada, como si algo furtivo estuviera a punto de acontecer. Estaba al acecho pero nada sucedía. A veces el eco de un ladrido, la campana de una iglesia o la voz crepitante de un transistor, escapada de algún piso, agudizaban la impresión de soledad. Me parecía que sólo me quedaba fotografiar el instante anterior. La vida real se me ocultaba. Sólo el decorado casi ficticio me sugería un itinerario aleatorio a seguir: yo cumplía. Mientras que las imágenes se acumulaban, los puntos de referencia se desvanecían y dejaban lugar a un imaginario vuelto familiar. Sin que me percatara, un proceso se había puesto en marcha, transformándome a la vez en narrador y espectador».